COMENTARIOS A
“PANDEMIA COVID-19. NARRACIONES EXTRAORDINARIAS”.
Para quienes no vivimos las guerras mundiales ni las cruentas guerras
civiles, la pandemia de la infección por el virus SARS-Cov2 es la experiencia
más impactante que nos ha tocado. Al igual que en las guerras, ha habido miles
de muertos, hemos tenido que atrincherarnos, a la usanza de lo que se hacía en
las epidemias históricas, modificar nuestras rutinas y nuestros ritos, y enfrentar
riesgos (personales y los de los nuestros), que ni siquiera sospechábamos. Lo
mismo que en las guerras, cabría pensar que no hubiera ganadores -aunque la
verdad es que los ha habido en ambas circunstancias- y quedarán secuelas tanto
en los individuos como en las colectividades: en las guerras miles de mutilados
y con daños mentales, en la pandemia los múltiples síndromes post-covid, hasta
ahora más de 50 variedades. La sociedad ya cambió, tanto que ya se habla de una
“cultura postCOVID”, una “nueva normalidad” y de entidades clínicas inéditas
como secuelas de la infección. También como siempre en las crisis, se ha
revelado lo mejor y lo peor de los seres humanos. Por un lado, la solidaridad,
la colaboración, la disciplina; por el otro, las animosidades, los disgustos,
las acusaciones y los reproches. La plena comprensión de las circunstancias y
las teorías de conspiración buscando culpables.
Pero las guerras fueron también oportunidades para el aprendizaje, para
fomentar la creatividad, para crecer espiritualmente, adaptarnos a
circunstancias inéditas e incidir fecundamente en la búsqueda de nuevos caminos
para la humanidad. El progreso se aceleró en algunas áreas precisamente gracias
a la guerra. El recuento de descubrimientos e innovaciones en la postguerra supera
a lo que ocurrió en otras épocas de duración similar, aunque el costo no ha
sido poco. Para
Yuval Harari, en la crisis que estamos viviendo hemos aprendido muchas cosas:
aunque la humanidad se retiró al mundo virtual, internet no colapsó; surgieron
necesidades no del todo previstas, tales como la de salvaguardar la estructura
digital, invertir más en el sistema de salud pública de cada país, y establecer
un sistema global poderoso para monitorear y prevenir pandemias. No han sido
menores los prodigiosos logros de la ciencia ante la emergencia y la asombrosa colaboración
internacional de los científicos.
Ahora, como nunca, la especie humana se vio humillada en su vanidad
biológica, por una diminuta partícula, ubicada en el límite entre lo vivo y lo
inerte, y ha tenido que arrodillarse, desarmada y sorprendida por lo
intempestivo del ataque. Además, nos ha postrado bajo la amenaza sobre nuestras
cabezas; vivimos temerosos (salvo los que no creen en esta enfermedad que,
sorprendentemente, no han sido pocos).
También al igual que las guerras en las que uno de los productos fue la
“literatura de guerra”, se ha generado una abundante “literatura de la pandemia”,
de la cual estas ‘narraciones extraordinarias’ son, sin duda, un vital ejemplo.
Se trata de una obra colectiva que agrupa colaboraciones diversas, tanto
testimoniales como ensayos, poemas y dramatización, escritos por una diversidad
de autores, no todos escritores profesionales, provenientes de diversas áreas
de la cultura y diferentes ubicaciones geográficas. De allí su riqueza. Abarca testimonios de
vida, espacios de catarsis, recreaciones y verdaderas creaciones. Los
referentes literarios más obvios son Edgar Allan Poe por el título y el
Decamerón por las circunstancias, pero lo cierto es que ahora se han
multiplicado las publicaciones con experiencias personales, reflexiones,
anécdotas, documentos de postura, críticas, especulaciones, teorías, hipótesis
y recomendaciones, además de una enorme cantidad de literatura científica. Este
texto, “Pandemia COVID-19. Narraciones Extraordinarias. Antología” incluye 33
escritos originales, según entiendo elaborados específicamente para esta
publicación por 31 autores, 14 de ellos mujeres, que ofrecen no solo un espacio
lúdico y cultural sino una constancia de las vivencias y emociones, y de la abrumadora
experiencia. Una reseña sumaria puede leerse en el prólogo de Susana
Arroyo-Furphy en el que se pone en evidencia la rica variedad de contenidos. La
edición es del Grupo Editor BENMA que desde hace 10 años suele ofrecer
oportunidades a los autores que les suelen escamotear otras empresas. Se trata
de una publicación, en papel (ahora podemos decir que en el nostálgico papel), tamaño
media carta, con una impresión perfectamente legible, muy cuidada y digna, sin
lujos. La portada, en rojo sangre y negro luto, con escenas de hospital y
destacando el título que reconoce a la pandemia y al virus (que ocupa un
espacio estelar), y también expresa que es una antología de narraciones
verdaderamente extraordinarias. Nuestra generación nunca había vivido
experiencias como las que aquí se describen. Hay escritos realmente notables,
pero no quisiera particularizarlos para no ser injusto con los demás, pues
todos tienen un gran mérito; mis comentarios por lo tanto se refieren a la obra
en su conjunto, sus implicaciones y su trascendencia.
Tal vez convenga intentar una taxonomía de lo que han significado las vivencias
de la pandemia. Por un lado, su carácter disruptivo, que nos llegó repentinamente
y nos obligó a adoptar cambios de emergencia (como la educación remota); por
otro, el más fuerte evento portador de futuro que hemos vivido y nos ha mudado
las perspectivas. Por un lado, las consecuencias y por el otro las
concomitancias, que argumentan, estas últimas, que no todo es culpa de la
pandemia, pues al mismo tiempo hemos vivido en una lamentable polarización
social, que ha significado obstáculos para la solidaridad y cooperación,
resentimientos acumulados, una pobreza ofensiva, la enorme desigualdad que
parece irse incrementando, la migración desatada, cambio climático irrefrenable
y una epidemia de desinformación, muchas veces intencional, con una epidemia de
mentiras, la agobiante inseguridad, el incremento en la violencia de género, la
ineficiencia en el abasto, la heterogénea dotación tecnológica, las amenazas de
la nueva revolución industrial y las limitaciones ancestrales de los sistemas
de salud que ahora se pusieron verdaderamente a prueba.
Entre las consecuencias que
empezamos a contabilizar y lamentar, en primerísimo lugar la enorme pérdida de
vidas, las hospitalizaciones, el aislamiento y la soledad de los enfermos, la
nosofobia con el miedo a acercarse a los establecimientos de salud, a lo que
han contribuido los mensajes contradictorios e imprecisos, así como los rumores
muchas veces mal intencionados.
Por otro lado, los variados efectos del confinamiento, expresados tanto al
interior de los recintos de cuarentena y aislamiento, como en la sociedad
entera en la forma de desempleo, empobrecimiento, desaparición de empresas,
limitación de los contactos y de la comunicación afectiva. El muy lamentable
fracaso de la educación a distancia en una proporción muy importante de
estudiantes, el rezago del aprendizaje y de la vida social para los individuos
en formación.
Otra víctima ha sido el idioma español, el castellano. Estoy consciente de
que este es un ejercicio ocioso y frívolo, pero no conviene que pase
inadvertido. Casi desde siempre, la cuarentena no ha sido de 40 días.
Prevenimos infecciones por virus (que no son obviamente bacterias) con gel “antibacteriano”.
Sabemos que las infecciones son consecuencia de la invasión de los tejidos de
organismos vivos por microorganismos que se reproducen en su seno, pero resulta
que “desinfectamos” superficies inertes y objetos desanimados que, acaso,
estarán contaminados o colonizados, pero no infectados. Importamos del inglés
el verbo sanitizar (que no existe en español) en vez de limpiar o higienizar.
Usamos el adjetivo “inmune” que significa resistente a las infecciones (por
ejemplo, en “autoinmune” que significa precisamente lo contrario) en vez de
inmunitario que es lo referente a la ciencia de la inmunología. Como el término
“cubrebocas” no abarca la nariz, lo usamos con la nariz de fuera, emitiendo y
recibiendo microbios. Al distanciamiento
físico le llamamos distanciamiento social que implicaría hasta dejar de
comunicarnos por vía digital o telefónica. Le llamamos “bicho malvado”, por
supuesto como figura, a un virus que carece de connotaciones morales. Aunque la
designación de “pandemia” abarca por definición una epidemia mundial, hay
quienes le llaman “pandemia mundial o global”. El virus COVID-19 no existe; el
agente causal es el SARS-COV-2. El “hisopado”, que parece un argentinismo, no
es sinónimos de “Reacción en Cadena de la Polimerasa” (PCR). Algo viral es lo
que se reproduce muchas veces y no lo producido por virus; a esto algunos le
llaman “vírico”. La infodemia es un exceso de información, no necesariamente de
información falsa o desinformación. La “postverdad” es una mentira, intencionalmente
fabricada.
La medicina clínica, como todas las actividades humanas, también ha sufrido
un efecto disruptivo y uno portador de futuro.
Bajo una perspectiva médica, y sin intentar idealizar la actuación del
personal de salud, todo el trayecto de la pandemia ha transcurrido en
condiciones de incertidumbre; si bien se ha avanzado en el conocimiento (a un
costo humano enorme), la incertidumbre no se ha resuelto. Salvo al principio en
que se pensó que era una gripe más, todo el tiempo se ha tenido un sentido de
urgencia, al constatar el carácter mortal en muchos casos, más de los que se hubiera
previsto, y por eso se han ensayado infinidad de remedios inútiles. A pesar de
los esfuerzos por incrementar la capacidad instalada mediante reconversiones,
el sistema de salud se vio rebasado, y se hizo más evidente que nunca el
agotamiento del personal (burned out). El riesgo profesional y laboral,
que casi siempre había sido teórico, se mostró como una realidad, al grado que
en México murió más personal de salud que en otros países. El referente
anterior inmediato fue la influenza H1N1 que empezó en México y que tuvo
consecuencias mucho menores. Al principio se recomendaron medidas preventivas
como las que fueron eficaces en la influenza. Nadie esperaba que la epidemia
durara tanto y el comportamiento de la sociedad tuvo manifestaciones
verdaderamente bizarras, extrañas.
La práctica médica -que es tal vez de lo que puedo hablar con alguna
autoridad-, ha enfrentado nuevos desafíos, y no sólo me refiero al reto de
combatir una enfermedad misteriosa, de alta contagiosidad y elevada letalidad,
sino a cambios procedimentales inéditos. La clínica ya no será más como antes.
El
confinamiento nos puso a prueba: cómo vivir sin salir, cómo ejercer la profesión de médico desde
casa. Exponerse no es una opción. Ir a trabajar aún enfermo, como lo hicimos
muchas veces para dar muestra de profesionalismo, es suicida y homicida.
Abdicar de ciertas pautas que defendimos siempre, como desacreditar la consulta
telefónica o electrónica, o prescindir de la exploración física directa, ahora
resulta prudente. Aprendimos a convivir de otra manera, a leer con placidez y
sin prisa, a escribir las reflexiones y no dejarlas pasar, como lo hicieron los
autores de esta antología. Revalorar el tiempo, la inercia. Asumir la
disciplina autoimpuesta, rescatar el valor de las relaciones personales no sólo
en términos de negocios y conveniencias laborales, sino en términos afectivos y
solidarios, encontrar el sentido de nuestras actividades, entender mejor a los
demás, apreciar la soledad, rejerarquizar valores intermedios, reivindicar el
ocio creativo, revalorar la dimensión del tiempo.
Sin caer en las críticas fáciles, buena parte del foco de la pandemia ha
estado en las profesiones de salud, y hasta se les ha encumbrado como héroes,
aunque hubo quienes los identificaron más bien como ejecutantes de malvados
designios enfocados a abatir la sobrepoblación, o como emisarios de la lucha
política. La emergencia sanitaria desveló que los espacios para la atención
médica eran insuficientes, al igual que lo eran los especialistas y los
equipos, y que se hizo un gran esfuerzo por habilitarlos. Pero el hecho de que
las muertes de médicos y otro personal de salud han superado las que ocurrieron
en otros países, habla de falta de protección o falta de capacitación. La
profesión médica, por definición, tiene de por sí un alto riesgo de contagio de
diversas enfermedades, pero logra salir adelante por su vocación y por su
preparación para aplicar cuidados universales de protección. En esta ocasión, la
magnitud de la demanda prevista obligó a contratar personal sin la preparación
debida y, a juzgar por algunos resultados, seguramente no se otorgó la
capacitación completa necesaria, además de que se observaron expresiones que
indicaban una protección insuficiente.
Ya llegó la vacuna y se ensaya diversos tratamientos farmacológicos., que
en la epidemia de influenza fueron salvadores. Hoy en día, la mortalidad no es
mayor porque muchos casos transcurren oligosintomáticos y autolimitados, por
razones que ignoramos, mientras que otros sufren súbitamente un deterioro que
los lleva a la muerte. Gracias a la habilidad de los especialistas en cuidados
intensivos que, ante la falta de recursos terapéuticos específicos, salvan
vidas mediante el llamado “apoyo vital”, que ciertos médicos lo hacen mejor que
otros y algunos pacientes responden mejor que otros. La decisión sobre racionar
recursos, que en algún momento se percibió como teórica, se manifestó crudamente
en diversos hospitales; los criterios de racionamiento siempre serán
cuestionables y difícilmente sujetos a normas invariables. Las difíciles
decisiones de “a quien sí y a quién no”.
La percepción del público también se ha manifestado diversa. En un extremo
quienes no perciben un cierto olor o al primer estornudo alérgico creen que
están contagiados y por la angustia hiperventilan, sienten que les falta el
aire y corren al hospital para que los intuben; en el otro extremo, quienes no
creen que la enfermedad exista o que sea tan grave, sino que tienen una
interpretación paranoide de lo que está ocurriendo. Además, se ha desarrollado
una fobia a los hospitales y a los médicos, que ha contribuido a las muertes
extranosocomiales y al retraso en la atención, sin contar con el natural
titubeo en las señales emitidas por la autoridad y los expertos.
Nos espera una nueva normalidad clínica que implicará no mostrar las caras
con lo que la magia de la expresión facial se verá mermada; la exploración con
guantes requerirá acostumbrarnos a una distinta sensibilidad táctil. Confiar en
lo que nos dicen los pacientes a distancia sin poder corroborarlo mediante una
constatación objetiva. La consulta telefónica o electrónica, tan satanizadas y
fuera de regulación, se vuelven opciones aceptables. Todo el concepto de la
telemedicina (o más ampliamente telesalud) desemboca en la teleconsulta que, de
ser la excepción se convierte en la regla de los tiempos actuales y
probablemente por venir. En efecto, permite, aprovechando los recursos modernos de
comunicación, evitarse el traslado de cada uno de los participantes (médico y
paciente), y eludir las probabilidades de transmisión de algún agente
infeccioso, aunque se vislumbran algunos inconvenientes tales como interferir
con la calidad de la relación médico-paciente, limitar las áreas de exploración
solo a las que se tenga acceso a distancia y transmitir una prescripción
medicamentosa por ahora legalmente inválida. Las farmacias tendrán que aceptar
recetas fotografiadas o escaneadas. La visión romántica de la
clínica ya no será más.
La sociedad se vuelve más higiénica;
como pasó con la influenza H1-N1, de tanto lavarnos las manos, reducimos la
frecuencia de enfermedades de transmisión fecal-oral; con el cólera abatimos
las enfermedades diarréicas diferentes del cólera.
Aún después de la pandemia, viviremos las calles y las visitas con
cubrebocas, saludaremos como los orientales, seremos menos expresivos
físicamente de nuestros afectos, trataremos de evitar las aglomeraciones, disfrutaremos
más de nuestros hogares, que ahora son también sitios de trabajo, aprenderemos
a convivir a distancia, a desairar lo superfluo, vigorizar el respeto por el
medio ambiente, y a doblegar un tanto la soberbia como especie. La educación
formativa mostrará dificultades permanentes para llevarse a cabo como antes. La educación continua
necesariamente será a distancia y habrá que aprender no tanto sobre el uso de
los artefactos tecnológicos como sobre el comportamiento de los interactuantes.
Y mantendremos el recuerdo de la época en que tuvimos que doblegarnos
transitoriamente ante fuerzas biológicas imprevistas, en espera de la próxima
epidemia pues se estima que hay 1.7 millones de virus no descubiertos en
animales
Queda este libro y sus narraciones, como un testimonio histórico del
acontecimiento que marca el principio del siglo XXI y como una muestra de
creatividad literaria inspirada en la COVID-19. Felicidades a los autores,
editores, sobrevivientes, y condolencias a los deudos.
Alberto Lifshitz